La sociedad actual ha estado
trabajando tiempo extra con el propósito de “liberar” a la humanidad del
cumplimiento de sus responsabilidades personales. Sin embargo, cuando no nos
hacemos cargo de nuestra responsabilidad, hacemos responsables a otros por
nuestra conducta. A la inversa, siempre hay personas dispuestas a asumir toda
la responsabilidad por las acciones de otros. Así, a menudo hallo a padres que
se sienten responsables por la conducta de sus hijos adultos, a esposos o
esposas que se culpan a sí mismos y tratan de minimizar los errores de su
cónyuge, a vecinos que creen que podrían haber prevenido un divorcio o un suicidio,
y a creyentes que piensan que deberían haber intervenido para evitar el fracaso
de otros. “No impongas las manos a nadie sin haberlo pensado bien, para no
hacerte cómplice de los pecados de otros. Consérvate limpio de todo mal” (1
Timoteo 5.22, DHH). Pablo señala claramente que podemos equivocarnos al asumir
responsabilidades en forma apresurada, porque corremos el riesgo de participar,
sin proponérnoslo, en el pecado de otra persona. No siempre es bueno intervenir
impulsivamente para ayudar a otros. Los aduladores y los que siempre quieren
agradar a los demás están deseosos de ayudar; se hacen presentes al instante
con la intención de consolar, de ayudar a las personas a verse y sentirse
mejor, y de proporcionarles una interpretación de las circunstancias que no
proviene de Dios; en consecuencia, los “ayudadores” participan
involuntariamente en los pecados de otros. Cuando el creyente asume la
responsabilidad por las acciones de otros, se sienta en el trono de Dios sin
tener el poder de Dios. Ponerse en el papel de Dios sin contar con ninguno de
sus recursos es una función muy frustrante, pues vemos lo que necesitamos hacer
pero no tenemos con qué hacerlo. No podemos jugar a ser el Espíritu Santo,
porque es trabajo de Él convencer de pecado y proporcionar el poder necesario
para vencer. La ansiedad aumenta de manera natural para el creyente que se deja
enredar en esta clase de responsabilidad. La única solución es bajar del trono
y descansar en Cristo. Absténgase de asumir la responsabilidad por otros, y
recuerde que si no podemos hacer blanco o negro ni un cabello de nuestra
cabeza, tampoco podremos cambiar a los demás, salvo a través de la oración. La
oración es reconfortante, pues libera al creyente de la responsabilidad y
entrega todo a Dios. La oración no hace al Señor nuestro socio ni un
participante, sino el que, a partir de ese momento, es el responsable, de modo
que podamos volver a vivir como pajarillos. No permita que los carnales llenen
su mochila con ladrillos al alentarlo a “hacer algo”. Haga lo más desafiante y
esforzado que un cristiano puede hacer, que es confiar en Dios con respecto a
los cambios que necesitan las personas que están a su alrededor.
M.W
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