ENSEÑANZA

LA LEY

3:14Carlos C





“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gálatas 3.13-14). 
La ley enseña que podemos caminar con Dios como resultado de (a) una gran fortaleza personal y mucha lucha, (b) por la determinación de la mente, voluntad y emociones y (c) por la canalización de todo talento y capacidad. La gracia enseña que por el esfuerzo de Dios, Él camina con nosotros. Dios desea caminar con nosotros y hay solo una cosa que lo impedirá: Los esfuerzos del hombre, la ley. Dios es quien nos busca. “Cuando el día comenzó a refrescar, oyeron el hombre y la mujer que Dios andaba recorriendo el jardín; entonces corrieron a esconderse entre los árboles, para que Dios no los viera. Pero Dios el SEÑOR llamó al hombre y le dijo:
  –¿Dónde estás? (Génesis 3.8-9, NVI).
Hoy, yo preguntaría: “¿Dónde estás?” “¿Dónde está usted?” ¿Está escondido porque el tratar de obedecer la ley le ha hecho sentirse indigno de que Él camine con usted? El deseo del Señor es caminar junto a usted al aire del día. Sin embargo quizá usted está esperando cumplir con una cantidad de “requisitos” a fin de calificar para caminar con Él. No será el cumplimiento de la ley lo que le hará santo y digno del compañerismo del Señor; ¡Cristo hizo eso! Es el caminar de Él junto a usted que lo hará santo, justo y libre. ¡Existe solo una manera de obtener vida abundante y todo intento de hacerlo por medio del esfuerzo propio está destinado al fracaso!
Las obras de la fe –en contraposición con las obras de la ley– nos permiten entrar al ámbito celestial en tanto que vivimos sobre la tierra. ¡Las obras de la ley proporcionan la experiencia del infierno sobre la tierra! La fe sin obras es muerta; sin embargo, Santiago habla de las obras que son fruto de la fe y no del cumplimiento de la ley ni de su obediencia a ella por medio del esfuerzo personal. La ley hace nula la gracia. El concepto del perdón por la fe es más fácil de comprender que el de vivir de manera celestial por la fe; y sin embargo, está comprobado una y otra vez que la vida de Cristo no se puede imitar por medio de nuestro esfuerzo, sino que sólo es posible participar de ella por medio de la fe. 
Si el vivir de manera celestial no era algo accesible al hombre por medio de su esfuerzo personal antes de su nuevo nacimiento en Cristo, ¿qué nos hace pensar entonces que podría alcanzarse después de ese hecho? Muchos lo han intentado y un igual número ha fracasado. Esta conducta ha conducido a la enseñanza que somos míseros pecadores salvados por gracia y que esperan el cielo. Esta enseñanza se hace creíble porque cuenta con el respaldo de nuestra propia experiencia; a través de nuestro esfuerzo (no importa cuán correcto haya sido) ¡no hemos podido vivir una vida celestial! Pero debemos preguntar por qué. ¿Es que no hemos puesto suficiente empeño en ser como Él? ¿Es a causa de nuestro cuerpo físico? ¿Es quizá solo por la naturaleza del mundo en el cual vivimos? ¿O es que hemos procurado poseer como fruto de la ley lo que Dios da al hombre únicamente como fruto de la fe? El ser salvados diariamente del cuerpo en el cual vivimos, del mundo en el cual andamos y de las circunstancias amargas es un regalo que recibimos como fruto de la fe. Recuerde que si el pecado, Satanás o su cuerpo, el mundo, las circunstancias, la mente, la voluntad o las emociones fuesen mayores que nuestro nuevo Espíritu –el Espíritu que recibimos de Él– entonces el propio Jesús habría sido derrotado. Por el contrario, venció todo y da libremente de su Espíritu a todos los que se lo piden con fe. El problema no es que los creyentes no sepan lo suficiente (desde ya, no están haciendo todo lo que saben) ni que no se esfuercen o no lo deseen lo suficiente. El problema es que no creemos que el caminar de Cristo junto a nosotros nos mejorará. No obstante, al llamar Él a los discípulos, al proveer para sus necesidades, al enseñarles personalmente, al ministrar y caminar con ellos, efectivamente mejoraron. Una vez más, ¿nos hemos propuesto mejorar con el fin de ganar al Hijo? ¿o es el Hijo nuestra mayor ganancia y Aquel que nos mejorará? El discipulado terrenal nos enseña cómo deberíamos mejorar, deja nuestros ojos puestos sobre nosotros mismos mientras luchamos con las obras de la ley y nos deja perfectamente sin cambios. Si el creyente es lo que muchos piensan:
“un mísero pecador que va al cielo” (un concepto que la Biblia no avala), ¿entonces qué posibilidades tiene este mismo mísero pecador de vivir una vida celestial sobre la tierra o de imitar al Hijo de Dios? ¿Es de sorprenderse que tantos se hayan dado por vencidos? El hombre sin Cristo está incuestionablemente en un estado de depravación. Pero decir que un creyente renacido está en esta misma condición sería algo contrario a la Biblia, una expresión de incredulidad y una justificación propia; porque cuando en la Biblia se habla del tema de la depravación, queda perfectamente claro que esta no es la condición de un creyente. La depravación de la carne del hombre (entendiendo por “carne” el control del ser del hombre por algo que no es Cristo) será una constante, porque la carne del hombre no puede agradar a Dios. Sin embargo, la depravación del espíritu de Adán es sustituida por la santidad del Espíritu de Cristo y este reemplazo es un absoluto. Visto que el creyente puede o bien caminar en la carne o en el Espíritu de Cristo revela que el cristiano tiene la opción de caminar en depravación, ¡pero caminar en el Espíritu libera al creyente de ese estado de corrupción! Enseñar la depravación del creyente al mismo tiempo que se enseña la manera de vivir la vida cristiana es absurdo. ¿Cómo podemos corregir, subsanar la depravación? ¿Y qué se obtiene con eso? Esto es discipulado terrenal en su peor versión, porque deja al creyente doblemente expuesto al infierno diario que ya experimenta. Es en el hacer de Cristo el centro de atención de nuestra vida, es en su caminar con nosotros y es por medio de las obras de la fe en la vida de Él –una vida que vivió victoriosamente sobre la tierra– que somos más que vencedores. 
¿Por qué es tan sencilla la vida cristiana? ¿Por qué habría de centrarse en las obras de la fe? ¿Por qué será que el solo hecho de hacer de Jesús el objetivo y el centro de atención de la vida proporciona tanta abundancia? Es porque el hombre no puede, en una condición saludable, pensar en dos cosas al mismo tiempo. Cuando se intenta una concentración múltiple, el hombre se vuelve en algunos aspectos como un esquizofrénico, dividido e ineficaz. Por lo tanto, necesitamos concentrarnos en una cosa y reducir nuestras elecciones a dos temas: el yo o Cristo. Dios ha puesto en una sola cosa todo lo que necesitamos, y eso es Cristo, de modo que al hacer de él nuestro centro de atención estaremos saludables. En el transcurso de miles de horas de discipulado, nunca he encontrado a una persona que estuviera inmersa en el análisis de las miles de combinaciones y manifestaciones que es capaz de presentar la carne del ser humano, y que fuera feliz. Sin embargo, la paz emana de aquellos que han hecho de Cristo su centro de atención. El discipulado celestial utiliza cada ocasión, problema, fracaso personal, circunstancia, necesidad o situación de ansiedad y depresión para encaminar a una persona a Cristo. Al hacer de Él el centro de atención, todo lo demás parece extrañamente más borroso y vago, y la conciencia de que un creyente es más que un vencedor se convierte en una realidad. El discipulado terrenal no tiene como su meta a Cristo; su meta es el entendimiento, la resolución de conflictos, la reducción de la ansiedad, la conducta mejorada de un ser amado o la liberación de un pecado desconcertante. El resultado final –aunque resulte atractivo para la carne débil del hombre, que nunca abandonará su deseo de ser Dios– es una persona “bien ajustada” pero sin Cristo. ¿Podemos decir que se trata de una mejora genuina? 
Es necesario determinar la meta del discipulado. ¿Es Cristo o algo que huele a la carne?
Aun el mejor de los programas de discipulado puede comenzar bien pero terminar en la carne.
Por ejemplo, ¿cuál es el propósito de la memorización de pasajes bíblicos y por qué a menudo se le asigna mucha importancia? Jesús señaló claramente: “Ustedes estudian con diligencia las Escrituras porque piensan que en ellas hallan la vida eterna. ¡Y son ellas las que dan testimonio en mi favor!” (Juan 5.39, NVI). No obstante, a partir del hincapié hecho en muchos programas de discipulado, uno podría preguntarse si el hombre podía conocer a Dios o ser salvo antes del advenimiento de la imprenta. Parecería que aunque Cristo fue enviado para acercar al hombre a Dios (el tema de Hebreos), ¡esta meta no se alcanzó hasta que la Biblia fue impresa! Que si algún alma desafortunada llegara a perder su Biblia, inmediatamente cesaría de crecer en Cristo. Que el efecto de llevar una Biblia a los perdidos tiene la misma importancia que llevarles a Cristo. Que la capacidad para transmitir la Palabra de Dios es lo mismo que la capacidad de irradiar Vida. Que no haya en esto confusión: la Biblia es valiosa (2 Timoteo 3.16), pero algo no está bien cuando un discípulo asiste a un seminario, oye a un maestro que disimuladamente se gloría en su capacidad para recitar pasajes, ¡y luego se retira del seminario sintiéndose condenado por un nuevo celo por memorizar! ¿Qué lugar ocupaba el gloriarse en nuestras debilidades y en las fuerzas de Cristo? ¿Por qué muchos que saben tanto aman tan poco? ¿Por qué vemos cabezas que están repletas y corazones que están vacíos? ¿Por qué es que el discípulo que “sabe” tanto experimenta tan poca victoria sobre los sucesos insignificantes de la vida, tales como una palabra áspera, la crítica, los que no están de acuerdo, la competencia y la difamación? Es porque la carne prefiere conocer el libro más que al Autor, porque el libro puede fortalecer la carne si se estudia con deseos carnales, en tanto que el Autor la pondrá bajo su control. Un ejemplo de la finalidad del discipulado terrenal es “morderse y devorarse unos a otros”. La meta del discipulado celestial es sencilla y se la define simplemente como “Cristo”. En nuestra relación con Cristo, quince minutos en comunión con Él producen sanidad divina, como resultado de lo cual no solo tiene sentido perdonar, sino que el perdón es deseable y alcanzable, porque en su presencia se halla la conexión con el poder para perdonar. Esta es una experiencia del reino de los cielos. 
En todo reino existe un conjunto intangible de absolutos inherentes que están siempre presentes. Aunque en el Nuevo Testamento Israel era en muchos aspectos autónomo, debía funcionar bajo el paraguas del Imperio Romano y al mismo tiempo estar muy consciente de la manera en la cual este reino afectaba cada aspecto de la vida diaria. ¡Creyente, el reino de Dios está en usted! Usted es siempre consciente de esto porque afecta cada aspecto de su vida y el Rey es su soberano. Aunque usted vive sobre la tierra, el reino de los cielos ejerce su influencia sobre usted y trae a su mundo los principios del reino. Los que llevan a cabo las obras de la fe experimentan los absolutos de este reino. Cada ley es dada con el propósito de que vivamos de manera abundante y gozosa. Por ejemplo, se nos ordena amar a nuestro cónyuge a pesar de su conducta, ¡porque al hacerlo, aquello que hace más desdichada nuestra vida –el yo– recibe un golpe mortal! No es el cónyuge discordante quien hace que la vida sea intolerable; es en realidad el yo que quiere ser Dios, que busca adoración y que hace que la vida de una persona sea esclava de los demás. ¡El mandato para amar a nuestros enemigos no es dado para el beneficio de aquellos adversarios sino el nuestro, a fin de hacernos felices! Porque al amar, debemos perder nuestro yo, bajarnos del trono y arrodillarnos a los pies de Él; a sus pies nuestra alma recibe alimento, lo cual no podrá suceder mientras nosotros nos mantengamos sobre el trono. Cuando somos obedientes al Camino somos llenados hasta quedar satisfechos; este reino de los cielos nos ha hecho felices sobre la tierra.
En una oportunidad mi pequeño hijo regresó a casa con su nariz sangrando. Lógicamente, le pregunté qué había sucedido. Me contó que un muchacho mucho más pequeño que él lo había golpeado tres veces en la nariz. Yo estaba perplejo, porque mi hijo era un buen boxeador. “¿No bloqueaste sus puños?” le pregunté. La respuesta fue: “No”. “¿Entonces qué hiciste?” Esta vez la respuesta fue: “¡Le dije que podía venir a mi casa para jugar en cualquier momento!” Una semana más tarde, mi hijo me contó que estaba confundido con respecto a la conducta del muchacho que lo había golpeado. Me dijo: “El chico ha dicho a todos los demás que me dio una paliza. Sin embargo, cuando ve que me acerco a él, cruza al otro lado de la calle y se esconde como si yo hubiese sido el que le dio una paliza”. Cuando obedecemos los absolutos del cielo, como el caso de amar a nuestros enemigos, la orden no es dada para beneficio de ellos sino de nosotros. Al amar, controlamos a nuestros enemigos y somos libres. Inversamente, cuando procuramos la venganza, o bien nos volvemos como nuestros enemigos o quedamos esclavos de ellos. Los mandamientos del reino no nos harán aceptables a Dios –la obra de Cristo nos hizo aceptables a Él– ¡pero los mandamientos nos harán felices y libres! Amo los mandamientos, no porque sean ley sino porque son vida.
A menudo oímos a creyentes hablar acerca de una pasión por Dios, pero cabe preguntarse: ¿La fuente de esta pasión es terrenal o celestial? La fuente de gran parte de la pasión de los cristianos por Dios es el intento de “devolverle” algo de lo que Él ha hecho, porque el Señor hizo y hace mucho y nosotros hacemos muy poco. En otras palabras, Jesús vino para que algún día podamos ir al cielo, pero ahora tenemos que esforzarnos para demostrarle nuestro reconocimiento. ¿Cuánto esfuerzo podría considerarse suficiente? Para otros, su pasión surge del concepto que Dios es grande y nosotros somos gusanos, de modo que necesitamos hacer todo lo que podamos. Y aun otros entienden que la pasión debe ser el resultado de construir y cumplir reglas y preceptos. La genuina pasión proviene de la vida que hay dentro de nosotros y que nos lleva a una relación que no tiene sus fundamentos en el desempeño, sino en el amor. 
Me gusta estar con Dios; para mí no hay nada mejor. ¡A Él le gusta estar conmigo! “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío […]”; “[…], y su bandera sobre mí [es] amor” (Cantar de los Cantares de Salomón 6.3 y 2.4). Y es cuando estoy con Él que la vida de su Hijo es liberada en mí, haciendo que el cumplimiento de sus mandamientos sea algo natural, placentero y un deleite incomparable. 
Es el Señor quien nos busca y nos habla: “[…] Heme aquí”, “[…] Habla, porque tu siervo oye”, debe ser la respuesta de todo aquel que busca al Señor (1 Samuel 3.4, 10).

 ¿Y a quién o quiénes está buscando Él? ¡A todos los hombres! Dios “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2.4). El esfuerzo no debe ser la fuente de una relación; el esfuerzo está reservado para el cumplimiento de la ley. El esfuerzo realizado debe ser el de la fe. La relación tiene sus raíces en el amor, ¡y la fe sin obras es muerta! Esa verdad es la demostración, en acciones concretas, de lo que creemos. La primera y principal acción de la fe es nuestra dependencia activa de Dios; lo cual no es inactividad, como algunos quisieran hacernos creer, porque sin esta actividad de suma importancia el creyente no habrá de experimentar la vida de Cristo como su vida, el fluir natural del fruto del Espíritu (Gálatas 5.22-23), al Creador que todo lo provee, ni el reino de los cielos. 
M.WELLS

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