Ya lo he dicho y seguramente lo
repetiré miles de veces más: No hay nada que la presencia de Jesús no cure. En
una oportunidad, un hermano en Cristo dijo a su pastor que se estaba divorciando de su
esposa, pero que no deseaba hablar con él al respecto. ¡Tenía miedo que
acabara convenciéndolo para que desistiera de la idea! Le dijo que no quería
convencerlo de eso; solo quería lograr que pasara más tiempo con Jesús para
prepararse para todo el estrés y el conflicto que acompañan a un divorcio.
Estuvo de acuerdo en pasar un fin de semana buscando fuerzas en el Señor para
enfrentar el doloroso proceso, pero al final de ese tiempo regresó junto a su
esposa. Por supuesto, el pastor sabía que una vez que entrara en comunión con Jesús,
los problemas del matrimonio que parecían imposibles de resolver
desaparecerían. El lugar
en el cual todo creyente ha conocido la presencia de Dios no está en las
emociones ni en el intelecto, ¡sino en la paz que Él da, la cual nos hace saber
–y saber verdaderamente– que somos
más que vencedores!
¿Por qué nos alejamos de la presencia de Dios?
Imagínelo de la siguiente manera.
Estamos con Él en la cumbre de la montaña y todo está bien. Luego, nos golpea
cierto suceso que nos hace rodar y caer un poco; más tarde lo hace una persona,
después un pecado, luego una conducta, a continuación las finanzas, después los
hijos y luego la desesperanza. Cuando la caída desde la cima acaba, estamos
tendidos de espaldas en un foso desde el cual no podemos divisar a nuestro
bendito Salvador. Lo único que podemos ver son los obstáculos que será
necesario superar para regresar a la cumbre. Es demasiado grande el esfuerzo
que se necesita hacer para vencer el pecado, los conflictos matrimoniales, la
soledad, los problemas financieros o los sentimientos de desesperanza. “Soy un
fracaso. Soy demasiado débil”. Y allí quedamos, tendidos inmóviles en el suelo.
¡Aquí está el secreto! Ruede sobre
su estómago, arrástrese un metro y medio y encontrará, oculta entre los
arbustos, ¡una escalera mecánica! Lo único que debe hacer es llegar hasta ella,
subir y luego relajarse; la “escalera mecánica” lo llevará de regreso a la cima
de la montaña y a la presencia de Dios. No requiere ningún esfuerzo de su
parte, no hay nada que deba esforzarse por superar, porque lo que mueve la
escalera mecánica es la sangre de Jesús. Él siempre lo llevará de regreso a la
cima.
Hubo un período terrible en la vida de David, que él
describe con sus propias palabras: “Se llenó de amargura mi alma, y en mi
corazón sentía punzadas. Tan torpe era yo, que no entendía; era como una bestia
delante de ti. Con todo, yo siempre estuve contigo; me tomaste de la mano
derecha. Me has guiado según tu consejo, y después me recibirás en gloria. ¿A
quién tengo yo en los cielos sino a ti?” (Salmos 73.21-25a).
Observe la condición de este hombre de Dios. Mire el
lugar hasta el cual se había permitido a sí mismo llegar. ¡Cuán bajo había
caído! Estaba amargado, sentía punzadas en su corazón, estaba aturdido, se
sentía torpe e ignorante, y como una bestia delante de Dios. Sin embargo, Dios
estaba con él y lo guió, lo sostuvo y lo ministró. Dios lo restituyó a la
comunión con Él. Recuerde: Dios no es parcial. ¡Nadie, absolutamente nadie, cae
tan profundo como para quedar lejos de la “escalera mecánica” divina!
M. Wells
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