El creyente puede desanimarse
fácilmente al comparar su vida con la de un incrédulo. La comparación que
produce desánimo es siempre la que se realiza en relación con aspectos
externos. Existe una cierta disparidad, debido a que el incrédulo recibe hoy
sus cosas buenas y el creyente está esperando
sus cosas buenas. Creyente en Cristo, reciba usted hoy algo que nunca estará al
alcance del incrédulo: paz interior, comunión y descanso. Muchos creyentes han
cometido el error de pensar que ser un hijo de Dios significa bienestar
material, buena salud y respeto por parte de los demás. Lo verdaderamente
enigmático para el creyente, entonces, es encontrar que carece de lo mencionado
mientras que el incrédulo pareciera ver cumplido todo deseo mundano. Si alguna
vez observó algo asÃ, sepa que no está solo.
“Yo estuve a punto de caer, y poco me
faltó para que resbalara. Sentà envidia de los arrogantes, al ver la
prosperidad de esos malvados. Ellos no tienen ningún problema; su cuerpo está
fuerte y saludable. Libres están de los afanes de todos; no les afectan los
infortunios humanos” (Salmos 73.2-5, NVI). David realiza una observación
objetiva: ¡A los malos les va mejor!
Hoy dÃa el creyente está bombardeado con publicidades e
imágenes de todo lo que
“tendrÃa” que poseer; la tentación para comparar sus
circunstancias propias con lo que los incrédulos poseen es mucho mayor. Después
de mucho análisis, no pocos admitirán que tienen necesidades insatisfechas;
poseen menos bienes, sufren a causa de enfermedades y sus luchas son mayores.
Sin embargo existe una compensación, un equilibrio, porque al tener una vida
libre de luchas materiales y fÃsicas se generan en el alma del hombre cosas
como orgullo, violencia, dureza de corazón, iniquidad, una mente malvada que no
conoce lÃmites, malicia, arrogancia, opresión, jactancia y, para remate, ¡una
bocaza irrespetuosa! (Vea Salmos 73.6-11, NVI.)
¿Quisiera usted ser libre
de toda enfermedad y presión económica para vivir una vida fácil? Supongamos
que delante de usted hay dos personas. Una es un incrédulo próspero que tiene
un buen empleo, un cónyuge atractivo, hijos que viajan a la universidad en
automóviles modernos y una casa nueva. La otra persona es un creyente que acaba
de perder su trabajo, tiene un hijo rebelde, ha tenido que decir a sus hijos
que la universidad no es posible para ellos, cada vez que va a usar su
automóvil debe orar para que funciones y su cónyuge padece una enfermedad
terminal. ¿Si pudiese elegir, cuál de ellas querrÃa usted ser? ¡Sea honesto!
¿Cuál serÃa su elección? Sospecho que en determinado momento decidirÃamos por
la vida del incrédulo, o al menos tratarÃamos de llegar a una solución de
compromiso. Nos gustarÃa aceptar a Jesús como Salvador y poder invocarlo en el
futuro, pero mientras tanto vivir como el incrédulo. Aunque el sufrimiento del
creyente lo libra de orgullo, violencia, dureza de corazón, iniquidad, una
mente malvada, malicia, arrogancia, opresión, jactancia y una bocaza irrespetuosa,
la apariencia y la atracción que ejerce la vida exterior próspera del incrédulo
es demasiado grande, atractiva, irresistible y tentadora como para rechazarla.
¡Sabemos que debiéramos estar felices al tener a Cristo dentro de nosotros,
pero no estamos satisfechos! ¿Cuál es la solución? ¿Qué puede hacer deseable la
vida de un creyente? ¿Qué puede hacer que resulte atractivo el sufrimiento, una
casa pequeña, la falta de seguridad en el empleo, la incertidumbre respecto del
futuro y aun las luchas matrimoniales? ¡Una sola cosa!
“Cuando traté de comprender todo esto,
me resultó una carga insoportable, hasta que entré en el santuario de Dios;
allà comprendà cuál será el destino de los malvados” (Salmos 73.16-17, NVI).
Muchas tareas parecen no tener sentido hasta que se comienzan. A menudo habÃa estudiantes que me
decÃan que nunca iban a salir con chicas o muchachos ni casarse. Sin embargo,
una vez que conocÃan a esa persona especial, se preguntaban por qué no habÃan
decidido salir antes. He observado con atención a personas que, por el temor al
rechazo, no quieren buscar un empleo; se quedan sentados en su casa deprimidos,
deseando poder trabajar. Una vez que salen a buscar oportunidades, su semblante
cambia inmediatamente. Muchos, por temor al fracaso no quieren estudiar, pero
una vez que comienzan, el temor da paso a la esperanza y al deseo de
realización. La experiencia demuestra repetidamente que una vez que estamos
inmersos en un desafÃo personal, este comienza a tener verdadero sentido; a
menudo el problema radica en el aspecto de involucrarse hasta el punto en que
podamos ver la lógica de dónde estamos. DÃgale a un drogodependiente que se le
quitarán las drogas y observe cómo es presa del pánico. Sin embargo, una vez
que está limpio, ya no controlado por las drogas y libre para elegir, la
sabidurÃa de eliminar de su vida las drogas se hace obvia. Lo que quiero decir
es que las cosas de Dios, los caminos de Dios, los deseos de Dios, la vida del
creyente y todo lo que Dios da al que cree en Él no tienen sentido hasta que
nos encontramos “inmersos” en el Señor. ¡David estaba perplejo hasta que entró
al santuario! Este santuario del Antiguo Testamento no es el equivalente del
edificio de la iglesia hoy dÃa, sino que se refiere, concretamente, al corazón
del creyente, el lugar de morada de Dios. Una vez que dirigimos nuestra
atención a nuestro interior, a su EspÃritu que mora en nosotros, y habitamos en
su presencia, la vida que Él ha dado, la senda que transitamos y cualquier circunstancia
adversa adquieren perfecto sentido. Hasta me animo a decir que los problemas
nos hacen felices a la vez que nos hacen sentir especiales. “Yo traigo en mi
cuerpo las marcas del Señor Jesús”, dijo Pablo con un espÃritu gozoso en
Gálatas 6.17.
Al recurrir a la presencia de Cristo dentro de
nosotros momento a momento, ¡la vida en Él tendrá sentido! Hace al creyente
feliz, le permite ser más que un vencedor, lo hace libre del poder del pecado y
lo capacita para ser partÃcipe de todo lo que Él tiene. Al comparar “la buena
vida” del incrédulo con la nuestra, ¿qué debemos hacer cuando aparentemente
tenemos escasez? ¿Debemos esforzarnos por tener más? ¿Debemos lamentarnos por
nuestra condición? ¿Debemos dar lugar a la ira y rebelarnos contra Dios?
¿Debemos deprimirnos y recluirnos? ¿Debemos dudar? ¡No! Solo necesitamos
recurrir a Él para pedirle que nuestra vida en ese momento se convierta en algo
especial. Renovamos asà nuestro sentido de haber sido llamados a salir del
mundo; sabemos que no somos de este mundo y estamos felices.
A menudo veo personas que, debido a la
frustración con sus circunstancias, vuelven a los Ãdolos del pasado. SÃ,
creyentes consagrados regresan a la difamación, la amargura, el enojo, la
retracción, el auto castigo, la concupiscencia, la inmoralidad, el alcohol y
otras drogas; y la lista continúa. Están enojados y al mismo tiempo agotados de
tratar de ser algo mejor, de vivir por sobre las circunstancias y de imitar a
Cristo. Ya nada les importa. Sus pensamientos y actitudes podrÃan resumirse de
alguna manera en expresiones como: “Lo he intentado todo y no puedo cambiar”.
“Estoy harto de los cristianos y de su prédica de la felicidad”. “SÃ, es cierto
que Dios ayuda a algunos; pero evidentemente yo no estoy entre los pocos
afortunados y más vale que lo reconozca”. “Por ahora, el sueño me libra de esta
desdicha hasta tanto llegue la muerte para liberarme en forma definitiva, y no
veo la hora que suceda”. “Soy una vÃctima de personas que están decididas a
amargarme la vida”. Observe en todas estas frases cómo el gozo y la felicidad
están vinculados a las circunstancias; en la medida que una circunstancia sea
buena la persona se siente bien, y lo inverso también es cierto. Pero Jesús fue
victorioso sobre las circunstancias; en Él somos más que vencedores. La
solución no es arreglar la circunstancia, sino acercarse a Él en ese momento y
participar de su vida como más que un vencedor. No escribo esto para disentir;
es un hecho. ¡La medida en que buscamos que las circunstancias nos hagan
felices, es precisamente la medida de infelicidad a la cual descendemos
merecidamente! Los creyentes han sido creados para Dios; piense en la enorme
inversión realizada en nosotros. Por lo tanto, la felicidad viene únicamente
cuando estamos inmersos en Dios. ¡Este es un absoluto que puede probarse!
¡Acepte el desafÃo! La próxima vez que usted compare su desdichada vida con el
éxito que disfruta un incrédulo, la próxima vez que usted esté enojado por sus
circunstancias, la próxima vez que usted sienta un profundo rechazo por el
poder de la carne, el pecado y Satanás sobre usted, acérquese a Cristo, pase
algunos minutos en comunión y oración, abra la Biblia, y vea si no se produce
un cambio. Al cabo de pocos minutos usted deseará seguir adelante, hacer a un
lado antiguos pecados y dar testimonio de Cristo y de la felicidad que Él da.
Su vida tendrá sentido. ¡No hay nada que su presencia no sane! Entonces verá
claramente que si Dios nos diese una vida fácil muy pronto nos apartarÃamos de
Él, viviendo de manera aparentemente realizada en la carne pero no realizada en
el EspÃritu.
Al volver usted y encontrar su
lugar delante de Él, y al vivir de los recursos de su presencia, el enemigo
usará la última arma con que todavÃa cuenta: la culpa. A menudo somos invadidos
por una “oleada” de culpa cuando volvemos al Señor, porque en su presencia las
“anteojeras” nos son quitadas y todo se hace claro: las obras de la carne, el
egocentrismo, la necedad de dudar de Dios, el tiempo malgastado y el maltrato
dado a otros. El enemigo, al saber que somos iluminados, procurará hacer el
mejor uso de eso para sus fines y destacará todos nuestros yerros pasados,
esperando que la avalancha de culpa nos haga escapar de Dios y del horrible
juicio que imaginamos. ¡No escuche! ¡Resista! Dios le ha acercado a Él no para
disciplinarlo, sino para amarlo. La disciplina ya fue autoinfligida al evitar
la presencia de Él, de modo que ya pasó. Ahora es tiempo de restauración, comunión,
perdón, plenitud y amor.
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