Recuerdo mi encuentro algunos años
atrás con un hombre a quien respeto enormemente, llamado Samuel Jones, que
estaba activamente involucrado en un ministerio internacional. Después de pasar
la mañana juntos nos despedimos y él salió de la oficina. Poco después regresó
simplemente para abrir mi puerta, asomar la cabeza y decirme: “¡Una última
cosa! Nunca construyas un reino”. Esa recomendación me quedó tan grabada que a
menudo oigo una pequeña voz en mi cabeza que me susurra: “Nunca construyas un
reino”.
En cierta ocasión, cuando visitaba un
castillo medieval, me quedé asombrado por sus humildes comienzos. HacÃa muchos
años, hubo un agricultor que disfrutaba de su trabajo; la satisfacción se
tradujo en éxito, el éxito se tradujo en mayores ingresos y los mayores
ingresos se tradujeron en una casa cada vez más grande, que llegó a ser la
envidia de los enemigos. Frente a eso la casa necesitaba ser protegida; se
construyeron muros más altos y aun los amigos se volvÃan sospechosos cuando
procuraban calentar sus manos en el fuego ajeno. Cuanto más vulnerable parecÃa
ser el castillo, mayor era la codicia que se producÃa en las personas que
estaban fuera de sus muros, y mayor debÃa ser el esfuerzo de los que vivÃan
dentro de la casa para protegerla. Al final, para ese hombre, la totalidad de
su tiempo debÃa dedicarse a la protección del castillo en lugar de poder hacer
lo que más le gustaba: cultivar la tierra. La ética y la felicidad de un
agricultor esforzado y amante de la naturaleza se vieron progresivamente reemplazadas
por principios de conducta necesarios para mantener un castillo. En lugar del
amor por el mundo que Dios habÃa creado, el centro de atención pasó a ser la
protección de algo creado por el hombre. Esta transferencia del centro de
atención provocó diversas formas de neurosis que fueron transmitidas a los
hijos y los hijos de ellos hasta que todo quedó en ruinas. Las palabras de Sam
volvieron a mi mente: “Nunca construyas un reino”.
Los creyentes debemos tener cuidado de
no contemplar lo que otros han construido y colocado en un monte alto, y luego
compararlo con nuestra humilde construcción, porque al igual que el agricultor
medieval, nos instalarÃamos dentro de las paredes y pondrÃamos todo nuestro
empeño en protegerlo. ¡Lo que tenemos fuera de las paredes y en el campo es
algo infinitamente mayor que un reino construido por el hombre! Tenemos un Rey
que ha levantado un reino en nuestros corazones, donde Él reina. En su reino
recibimos algunas promesas sumamente importantes: “Echando toda vuestra ansiedad
sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5.7). “Considerad los
lirios, cómo crecen; no trabajan, ni hilan; mas os digo, que ni aun Salomón con
toda su gloria se vistió como uno de ellos” (Lucas 12.27). “FÃjense en los
cuervos: no siembran ni cosechan, ni tienen granero ni troje; sin embargo, Dios
les da de comer. ¡Cuánto más valen ustedes que las aves!” (Lucas 12.24,
DHH).
Yo no quiero un reino terrenal; quiero
únicamente al Señor. No quiero la vida dentro de las paredes, donde es
necesario aferrarse al confort; quiero la vida fuera de las paredes, donde todo
lo proclama a Él. Aunque el exterior es donde el hombre seguirá señalando los
espinos, al mirar los espinos el Señor me susurra: “Como el lirio entre los
espinos, asà es mi amiga entre las doncellas” (Cantares de Salomón 2.2).
“Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio” (Hebreos
13.13).
Primera Tesalonicenses 5.23 dice: “Y el mismo
Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espÃritu, alma y
cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor
Jesucristo”.
Básicamente, el hombre está integrado
por un espÃritu, un alma y un cuerpo. Imagine a estos tres como tÃtulos de
columnas bajo los cuales se hace una lista de sus respectivas necesidades. Por
ejemplo, bajo el tÃtulo “cuerpo” encontrarÃamos necesidades como alimento,
sexo, contacto humano y luz solar. En la columna del “alma” señalarÃamos
comprensión, elección y una diversidad de emociones. Por último, las necesidades
espirituales incluirÃan amor, aceptación, certeza, seguridad y consagración.
Cada parte de nuestro ser singular tiene necesidades que únicamente pueden ser
satisfechas con cosas especÃficas; los deseos del espÃritu, del alma y del
cuerpo no son transferibles de uno a otro.
Muchos hoy dÃa sufren un vacÃo
espiritual que procuran llenar por medio de actividades realizadas en el cuerpo
o en el alma. Que alguien abrace mi cuerpo no llenará la necesidad espiritual
de seguridad. Leer un libro no ayudará a mi cuerpo a satisfacer su necesidad de
alimento ni el comer me ayudará a aprobar el examen para obtener mi licencia de
conductor. La psicologÃa está muy equivocada al negar la existencia del
espÃritu y sus consecuentes necesidades. Cuando intentamos llenar las
necesidades del espÃritu por medio de la actividad corporal y del alma
fracasamos y nos quedamos terriblemente defraudados e insatisfechos. Es que le
estamos pidiendo al cuerpo y al alma lo que no pueden proporcionarnos. A
menudo encontramos que escritores seculares y cristianos promueven las buenas
relaciones como una panacea para la seguridad, la felicidad, las conversaciones
amables y las bendiciones de un Dios satisfecho con nosotros; y en el
matrimonio, la relación correcta también proporcionarÃa satisfacción sexual,
romance y total consagración mutua. Sin embargo, muchas personas no se sienten
realizadas en cuanto a sus relaciones interpersonales y suponen que todo
deberÃa ser mejor. Luego comienza la odisea de intentar obtener más y más de
nuestros cónyuges, amigos, familiares o compañeros de trabajo. Muchos solteros
sienten que algo está faltando en su vida y es frecuente que alguien les diga
que la razón del vacÃo es la falta de un cónyuge. Asà comienza la obsesión de
encontrar un compañero o compañera, o la insistencia en cuanto a que el
matrimonio nunca llegará a ser una elección de vida deseable. Al fin y al cabo,
ambos campos –el de los casados y el de los solteros– se quedan sufriendo la
deficiencia. El problema es que la Biblia no nos dice que las relaciones
correctas proporcionarán todas las cosas que se prometen. Las relaciones
normales a menudo nos exigen mucho, nos llaman a perdonar, nos enseñan a no
guardar rencores, nos muestran la inutilidad de quejarnos y nos hacen crecer en
Cristo. Podemos disfrutar de nuestras relaciones sin exigirles lo que no pueden
dar. Lo mismo puede decirse de la vida. Son muchos los que buscan sacar más
provecho de la vida. Cuando se les pide que definan lo que entienden por “más”,
las respuestas por lo general son: satisfacción en general, satisfacción
laboral, seguridad, entusiasmo, placer, confort; pero la vida no da estas
cosas. Estamos buscando lo que los publicistas del mundo y los perdidos nos han
dicho que proporcionará satisfacción a nuestro espÃritu. Las actividades del
cuerpo y del alma nunca podrán responder a los genuinos deseos del espÃritu; la
satisfacción más profunda en la vida no puede ser el resultado del cumplimiento
de deseos del cuerpo o de la mente, sino que es únicamente una obra del EspÃritu.
Estamos buscando las cosas correctas en los lugares equivocados.
“Y
exhaló el espÃritu, y murió Abraham en buena vejez, anciano y lleno de años
[satisfecho], y fue unido a su pueblo” (Génesis 25.8
– Agregado del autor).
“Mi alma quedará satisfecha como de un
suculento banquete, y con labios jubilosos te alabará mi boca” (Salmos 63.5,
NVI).
¡Aquà está el secreto! Cuando el
espÃritu está satisfecho, la plenitud del cuerpo y el alma son una consecuencia
inmediata. Cuando el espÃritu está satisfecho la sensación de vacÃo desaparece,
las ansias del cuerpo disminuyen y la sed de conocimiento es reemplazada por la
fe. Quiero
que lo compruebe por usted mismo. La próxima vez que se sienta preocupado por
lo que el futuro pueda deparar, levántese media hora más temprano por la
mañana, abra su Biblia en el Salmo 139 y lea. Haga pausas prolongadas para absorber
cada palabra, permanezca quieto y escuche, y sentirá cómo el peso de su corazón
se va. Usted se sentirá satisfecho porque su espÃritu estará satisfecho en el
Señor.
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