“Al oÃr estas cosas, todos en la
sinagoga se llenaron de ira; y levantándose, le echaron fuera de la
ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte sobre el cual estaba edificada
la ciudad de ellos, para despeñarle” (Lucas 4.28-29).
Supongo que en algún momento de la vida todos
hemos tenido que tratar con un intimidador. La caracterÃstica de esta persona
es la capacidad para actuar como alguien que es superior a nosotros y meternos
miedo. Hay diversas clases de intimidadores. Los intimidadores fÃsicos
controlan por medio de la fuerza bruta para generar en otros el temor de
resultar lastimado. Los intimidadores intelectuales destacan nuestra estupidez
e inferioridad. Los intimidadores materialistas centran la atención en la
exitosa adquisición de bienes. Los intimidadores religiosos destacan su
justicia (rectitud), demostrando claramente su gratitud por no ser miserables
pecadores y fracasados como los demás. Los intimidadores verbales se deleitan
en su capacidad de hablar rápidamente y dejarnos sin palabras porque nos
sentimos torpes. Los intimidadores polÃticos simulan entender las complejidades
del mundo y se sorprenden ante lo absurdo de nuestras opiniones. Por último,
los que intimidan sobre la base del aspecto exterior se exaltan a sà mismos por
su belleza, su buena presencia o su vestimenta, insinuando que los demás somos
feos y que por eso debemos ocupar nuestro lugar en la correspondiente casta
inferior.
Al analizar la cuestión de los
intimidadores, hay dos aspectos que es necesario comprender. En primer lugar, nosotros entregamos al intimidador
cualquier poder que tenga sobre nosotros porque, al igual que él, creemos
falsamente que la grandeza de una persona descansa en su fuerza, belleza,
intelecto, bienes materiales, justicia propia o mente veloz. Somos nosotros quienes permitimos que el
intimidador se imponga en forma autoritaria y arrojamos flores a su paso en su
despliegue de “poder”. La prueba se encuentra en confesiones como la siguiente:
“Me siento un pelele porque me asusté y no le hice frente”. ¿Quién dijo que
éramos peleles por no hacer frente a quienes de manera tan infame andan en la
carne? ¡Yo sé quién lo dice! El intimidador y los que son intimidados, pero
estoy convencido que ambos están equivocados. No debemos permitir que esas
personas definan lo que es débil, fuerte, intelectual o religioso. Si lo
hacemos, nos encontraremos con falsas definiciones. En segundo lugar, ¡el
hombre espiritual establece el parámetro! La persona espiritual no es juzgada
por nadie pero juzga todas las cosas (1 Corintios 2.15: “En cambio el
espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie”). El hombre
espiritual se niega a ponerse a la altura del parámetro determinado por el
carnal y, al mismo tiempo, se niega a prestarse a los juegos del intimidador,
que intentan afianzarlo en una posición superior que le permita imponerse a los
demás. Contrariamente, el hombre espiritual se humilla por debajo de todos los
demás, creando tal contraste entre él y todos los intimidadores, que estos
resultan pasibles de un juicio increÃble. Los espirituales funcionan a partir
de una definición del hombre que no necesita hacer frente a un intimidador,
sino amar y servir. Al intelectual podemos decirle que “no somos sabios en
nuestros propios ojos”; al intimidador materialista, que “vivimos como el
gorrión y los lirios”; al intimidador verbal, que “bendecimos”; al que es de
rápida respuesta, que “nos gloriamos en nuestra debilidad”. Y al intimidador
religioso podemos decirle con toda confianza: “No confiamos en nuestras obras
sino en la obra de Él”. Al ponernos debajo del intimidador en lugar de procurar
trepar con uñas y dientes para alcanzar su nivel, conquistamos y vencemos. No
se deje intimidar por estas personas, porque si lo hace significa que usted ha
caÃdo en el falso concepto de la vida que a ellas las caracteriza.
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